Después de mi propia experiencia y de las de muchos otros hombres, tengo varias preguntas y reflexiones. Fui educado en una familia tradicional católica. Al decir “tradicional” no quiero decir devota porque, en Latinoamérica, lo tradicional es que los católicos sean sólo nominales y no practicantes, aunque más o menos respetuosos y conservadores, y con toques de hipocresía moralista (como todos los conservadores). No íbamos a misa pero creíamos en lo sagrado de las creencias. Entre esas creencias está la indisolubilidad del matrimonio y mis padres siempre han sido un buen ejemplo del máximo empeño en tal propósito. Si mi padre le fue alguna vez infiel a mi madre es algo que nunca sabré (y que tampoco quiero ni necesito saber) porque esas cosas no deben trascender ante los hijos. Lo importante para mí es que mi padre no ha tenido desvergonzadamente a otra familia paralela. Por otra parte, mi madre ha tenido siempre un carácter muy fuerte, sus gritos invadían todo rincón de la casa y mi padre también lo sintió así, pero en ningún caso se vio jamás un solo golpe entre ellos en la casa, sólo uno que otro insulto muy de vez en cuando. Ni cuernos, ni violencia, ni borracheras habituales ni despilfarro de recursos. Sí discusiones, peleas, gritos, pero siempre hubo ese esfuerzo porque la familia se mantenga unida a pesar de cualquier dificultad.
El matrimonio no es un lecho de rosas, qué duda cabe. Aun así la gente insiste en casarse, ahora los homosexuales también, hasta con más ganas que los heterosexuales. Pero hombres y mujeres tenemos características que parecen hechas, no para complementar, sino para desunir. A veces parece como si se tratara de unir y cruzar dos especies completamente distintas. Un mono con una vaca, una cebolla con un caballo, no sé, cosas imposibles.
Me ha pasado, tan arrogante, que luego de conquistar a mi mujer me he sentido tan seguro de ella que no la he respetado como debiera, que luego de jurarle amor eterno me he dado con que parece que nada es eterno, salvo el aburrimiento que da la rutina. Y que las esposas suelen descuidarse en algunos aspectos que para los hombres son importantes, el más evidente, tal vez, el del arreglo y apariencia físicos, como si ellas pusieran a prueba si el amor masculino no es más que pura superficialidad sexual. Eso es jugar con fuego, amigas.
Como este tema de hombres y mujeres es muy largo me permitiré tratarlo en varias entregas. En cada una abarcaré brevemente un aspecto que encuentro imprescindible para conocernos un poquito más.
El matrimonio no es un lecho de rosas, qué duda cabe. Aun así la gente insiste en casarse, ahora los homosexuales también, hasta con más ganas que los heterosexuales. Pero hombres y mujeres tenemos características que parecen hechas, no para complementar, sino para desunir. A veces parece como si se tratara de unir y cruzar dos especies completamente distintas. Un mono con una vaca, una cebolla con un caballo, no sé, cosas imposibles.
Me ha pasado, tan arrogante, que luego de conquistar a mi mujer me he sentido tan seguro de ella que no la he respetado como debiera, que luego de jurarle amor eterno me he dado con que parece que nada es eterno, salvo el aburrimiento que da la rutina. Y que las esposas suelen descuidarse en algunos aspectos que para los hombres son importantes, el más evidente, tal vez, el del arreglo y apariencia físicos, como si ellas pusieran a prueba si el amor masculino no es más que pura superficialidad sexual. Eso es jugar con fuego, amigas.
Como este tema de hombres y mujeres es muy largo me permitiré tratarlo en varias entregas. En cada una abarcaré brevemente un aspecto que encuentro imprescindible para conocernos un poquito más.
La teoría del macho alfa.
Hace miles de años los hombres eran cazadores. Allí ponían a prueba sus dotes masculinas y, como en cualquier manada animal, el más fuerte se llevaba la mejor parte en todo, incluso a las hembras que quería. Este jefe vencedor, este macho líder, este ganador impune, es el macho alfa.
Hace miles de años los hombres eran cazadores. Allí ponían a prueba sus dotes masculinas y, como en cualquier manada animal, el más fuerte se llevaba la mejor parte en todo, incluso a las hembras que quería. Este jefe vencedor, este macho líder, este ganador impune, es el macho alfa.
Hoy la cultura ha domesticado a la humanidad. Los hombres ya no muestran su masculinidad a la manera primitiva. Pero allí, en lo más profundo de su subconsciente, subyace aun un macho animal que pugna por ser el macho alfa de la manada. Así, los hombres –a solas- tenemos un diálogo áspero y frecuentemente ruin, no lo niego ni me indigna. Tampoco lo aplaudo pero es necesario entender que los hombres aun tendríamos una vena animal que nos hace aparentemente vulgares pero que en realidad sería nuestra herencia prehistórica, lo digo sin juicio de valor. O lo digo sin valor para emitir un juicio, no sé.
Pero los hombres no podemos vivir sólo de palabras, ni siquiera de diálogos procaces. Tarde o temprano pasamos de la palabra a la acción. Los hombres no envejecemos sin antes demostrarnos a nosotros mismos que no somos muñecos de torta ni simples penes insulsos. No podemos cazar y matar, eso es delito. Pero aun podemos, furtivamente, tener algo más: mujeres.
De ahí que no sorprenda que casi no haya hombre que, cuando menos, no le mire el culo o el escote a una mujer de vez en cuando. No es maldad, no es perrada. Es naturaleza indómita, aunque inexcusable por inmadura y primitiva, especialmente si se está comprometido en una relación exclusiva de pareja.
Sentirse atrayente, atractivo, fuerte, no es una maldad, y que ese atractivo se convierta en conquista nos confirma como machos alfa efectivamente exitosos. Y por eso, entre hombres, difícilmente estos logros no son exhibidos. Es un signo de dominio sobre nuestros colegas de manada. Hasta se ha desarrollado técnicas de seducción y conquista, algunos de cuyos autores son verdaderos ídolos alrededor del mundo dada la eficacia de sus enseñanzas.
A estas alturas podemos estar seguros de que las mujeres que leen esto deben estar pensando que esta explicación tiene como único propósito eximir de responsabilidad a esos perros infieles, a esos ruines mentirosos que solo merecen el repudio y el olvido. Nada justifica una mentira, estoy dolorosamente de acuerdo, no me manden matar. Pero también es cierto que no es casual que esto se venga repitiendo de generación en generación alrededor de todo el orbe. Una y otra vez, los hombres -jóvenes y viejos- caen en tentaciones obvias y predecibles, completamente carentes de sorpresa pero igualmente emocionantes para quien es presa de ellas. Es una imbecilidad recurrente y suicida que merece ser discutida.
Le pregunté a una psicóloga experimentada el por qué de esto, por qué los infieles son siempre en primer lugar los hombres y casi ningún parroquiano se va a la tumba sin pasar por este trance hipnótico del sexo opuesto clandestino.
En la próxima, les contaré lo que he conversado con algunos psicólogos en el siguiente subtítulo: "¿Es cultural o natural?"