viernes, 30 de diciembre de 2016

Yo también me harto de ser idiota



Me he hartado muchas veces, en realidad. A veces me he mantenido en el hartazgo pero otras veces se me ha pasado y he dejado atrás esa cosa fea de estar a la defensiva con cierta gente.

Por ejemplo, hace unos años escribí aquí sobre el limeñista David Pino y la sombrosa habilidad que tuvo (y no sé si aún tiene) de desaparecer sin despeinarse unas contribuciones para actividades relacionadas a la concientización de la población a favor del patrimonio histórico de Lima. Ha pasado el tiempo y ya no estoy enojado con él, en serio, y no porque haya rendido cuenta de las donaciones recibidas. Simplemente pasa que ya uno no puede cargar con ese muerto indefinidamente. Me basta y sobra con no ser más su amigo. Quién sabe si, al verlo, hasta le daría la mano, no en señal de aprobación sino de cordialidad civilizada. No sé. Basta de odios, dicen los fujimoristas.

Eso sí, aun me harta, me revienta, me consume de bronca, que alguien pique plata. Yo he donado dinero y regalado plata cuando he visto la necesidad y ha estado en mi posibilidad. Pero no aguanto el floro, el cuento, el embuste, para que me saquen unos centavos. O a veces más que eso, incluso siendo familia.

Esos (y esas) que te cuentan un drama para sacar plata. Pero uno va siempre de buena fe, ¿verdad?, y uno cree sus historias porque uno está bien predispuesto y parte de que la gente amiga es precisamente eso, amiga, y no van a aprovecharse de eso para payasadas. Yo de partida siempre creo en la gente que conozco (o creo conocer). La mayoría de las veces las cosas son ciertas y el apoyo va de perillas y todos felices.

Pero la verdad es que a veces no es así. Y pueden ser muchas veces o mucha plata. ¿Cuatrocientos soles es mucha plata, por ejemplo? Según, porque no alcanza para comprar un auto pero sí alcanza para una buena bomba con la collera, con fotitos en Facebook y toda la parafernalia publicitaria para que la gente crea que el picador (o picadora) es feliz y se lo pasa súper bien.

Hace unos días, mejor dicho, hace diez meses, una chica muy simpática, quizá hasta bella, me pidió plata porque estaba embarazada, su chico se había borrado del mapa y para colmo el embarazo era (siempre según su versión) ectópico, es decir, se estaba desarrollando fuera del útero. Esto implica que definitivamente el bebé jamás iba a vivir y, más aún, si no se lo aborta la propia madre va a morir. Me pidió dos mil soles para hacerse la bajada pero, como comprenderán, soy generoso pero tampoco yo era el papá del nene, al menos, hasta donde yo recuerdo.

Siendo hijo ajeno y no una amiga tan íntima le expliqué que yo sí estaba preocupado por su situación pero no podía asumir toda esa cantidad, ni prestada ni donada. Le sugerí que busque a otros amigos suyos y entre todos junte esa cantidad; de esa forma su pedido final fue 400 soles.

Yo no sé, ni nunca sabré, si le sobran amigos para sus fotitos de Facebook (a donde jamás me ha invitado a aparecer) pero le falta gente cuando se trata de plata (ahí sí yo fui el primer convocado, honor que me hizo). El caso es que me buscó con gran insistencia para lograr el préstamo, el cual por cierto hice sin intereses, con la promesa de la devolución “a fin de mes”. ¿Qué mes? No lo sé, pero me lo pidió y entregué en febrero y ya se han cumplido once fines de mes y aquí sigo esperando a que me devuelva al menos un sol.

Entre tanto, abundan sus fotos en Facebook con tantos amigos (y yo sigo sin aparecer ahí) y siempre tan feliz que yo creo que su felicidad está íntimamente relacionada a mi cara de estúpido. Porque, eso sí, nadie vaya a creer que ella es una embustera, cabeceadora, timadora, ni nada por el estilo. Esta es la historia de Ronald, el gran tetudo de Mirones. ¿Será que el señuelo es que es tocaya de mi madre? Es que por la madre a uno le sacan la madre, además de la plata.

Si no me equivoco, de febrero a agosto hay seis meses, tiempo, creo yo, más que suficiente para al menos escribir y dar señales de vida. Mal. Tuve que ser yo, desde entonces, quien le escribiera una y otra vez para pedirle, suplicarle, implorarle, que muestre alguna voluntad práctica de pago. Qué va. Sí, que ahorita, que espérame unos días, que ya conseguí trabajo, que le pido a mi mamá, y bueno, ustedes ya saben, deben estar riéndose de mí mandíbula batiente, lo admito. Está empezando el 2017 y ya un nuevo febrero se acerca… o sea que ya podemos ir organizando la matinée del primer año del cabezazo. Qué lindo.

Bueno pero el tema de este post es el hartazgo, ¿verdad? Entonces, ¿dónde está el hartazgo aquí? Que ya me harté de esperar esa plata y renuncio a seguir creyendo que los judíos y los árabes algún día serán amigos. Me da pena porque esa plata pude regalársela a mi hijo y no a ella, pude hacer una donación a mi iglesia y no a ella, comprar un regalo para mi madre o mi esposa y no a ella, en fin, pude hacerme un terno o tiralos al water en vez de ser tan pánfilo.

Ojo, en todo esto jamás la agredí, jamás usé palabras subidas de tono ni sugerí una devolución en especie, como algunos audaces me recomendaban con insistencia proponer, no sé por qué. Tengo pruebas de todo lo que digo, tengo todos los diálogos, todititos, para quien quiera divertirse comiendo canchita.

Pero juro que jamás volveré a prestar ni donar a nadie, ni lo sueñen. O mejor sí, vengan cuando quieran porque ahorita me olvido y vuelvo a ser el mismo pavo de costumbre. Eso sí, usen otro cuento porque el de la bajada ahora ya me lo sé de memoria, entre otros.

Pero que conste que es solo un ejemplo, tengo muchos más, como aquel de un primo que conocí un día y en menos de dos semanas ya me estaba pidiendo prestados 50 soles. Un campeón. Preferí regalárselos y no verlo nunca más. Igual detesto el reggaetón. ¿Quieren más historias? Ya pues, dejen de lornearme.